viernes, 24 de abril de 2009

Panfleto Antipedagógico 7 de 11

LA BUENA EDUCACIÓN

Razonar con los niños era la gran máxima de Locke. Es la más en boga hoy día. Pero no me parece que su éxito le dé mucho crédito, y yo no veo nada más tonto que esos niños con quienes tanto se ha razonado. De todas las facultades del hombre, la razón es, por así decirlo, un compuesto de todas las demás, y la que se desarrolla más dificultosamente y más tarde, ¡y es de la que se quieren servir para desarrollar las primeras! La meta de una buena educación es conseguir un hombre razonable, ¡y se pretende educar a un niño mediante la razón! Es comenzar por el final, es confundir el instrumento con el fin. Si los niños atendieran a razones, no tendrían necesidad de ser educados. (ROUSSEAU)

No hay término medio. Es preciso plegarle a una total obediencia o no exigirle nada en absoluto. La peor educación es dejar flotar las cosas entre tu voluntad y la suya, disputar sin cesar entre los dos quien será el que manda. (ROUSSEAU)

La primera cita de Rousseau explica muy bien la idea esbozada al final del capítulo anterior. Es inútil razonar con quien se pretende educar porque el conseguir una persona razonable es precisamente la meta de la educación, no el instrumento. Es razonable quien sabe dialogar, lo cual significa que sabe escuchar cuando se le habla en lugar de mirar para otro lado. Es razonable quien respeta el derecho de los demás, y no arma jaleo cuando el profesor atiende a un alumno en dificultades, porque eso complicaría la labor del profesor y conculcaría el derecho de un compañero a recibir ayuda. Es razonable quien no ensucia a propósito el suelo porque comprende que los encargados de la limpieza no son esclavos. Es razonable quien reconoce cuándo se equivoca y sabe cuándo tiene que rectificar y pedir disculpas.

Todas estas cosas tienen un origen común que se llama buena educación. Qué le vamos a hacer si los valores, la paz y la tolerancia, en su materialización más cotidiana, tienen un nombre tan prosaico como es el de buena educación. A ver si va a resultar que algunas cosas que se predican hoy como muy novedosas ya se hacían antes, sólo que bajo una nomenclatura más modesta. No está mal que se hable a los niños del día de la paz, y que lo celebren dibujando la paloma de Picasso, pero si al mismo tiempo no se les enseña a comportarse en los lugares públicos y a ceder el asiento a las personas mayores, se ha perdido el tiempo. La buena educación no consiste tan sólo en las muestras de simpatía que reservamos para quienes apreciamos, consiste también (y sobre todo) en los miramientos con que debemos tratar a los que nos caen mal, por la simple razón de que, por encima de sus antipatías, las personas se han de reconocer mutuamente su condición de tales. Es el ejercicio cotidiano de los derechos humanos, el único camino posible para la educación en la tolerancia.

Y es muy preocupante el despiste generalizado que existe sobre este tema. No es insólito ver en el metro o el autobús una madre con un hijo, ella de pie y él sentado. Hace unos años, una labradora analfabeta no habría consentido esto a un hijo. ¿Qué extrañas ideas le habrán metido en la cabeza a esa madre, que de seguro tiene ciertos estudios, para que no comprenda algo que antes se le alcanzaba a la labradora analfabeta? ¿Es el miedo a llevar la contraria, a crear frustraciones? Un niño no se traumatiza ni se frustra tan fácilmente, y aunque así fuera, saber asimilar las frustraciones también forma parte de la educación. Si en el futuro se dedica a la política, unas elecciones las ganará y otras no, si a la abogacía, unos pleitos los ganará y otros no, y cuando se enamore, unas veces será correspondido y otras recibirá calabazas. Y cada vez que pierda unas elecciones, un pleito o un amor, va a quedar muy frustrado. Los fracasos y los sufrimientos no se han de buscar por sí mismos, ni el sacrificio por el sacrificio tiene sentido, pero hay que saber aceptar, sin dramatizar demasiado, los que de todos modos nos va a imponer la vida.

Es cierto que hay puntos en los que un chico nunca debe sentirse fracasado ni inseguro. Por ejemplo, los padres deben procurar que nunca tenga motivos para no sentirse querido. Hay que exigirle que apruebe las asignaturas porque eso es bueno para él, no porque el cariño que le tienen dependa de las notas y de los éxitos.

Fuera de esto, si el hijo pone cara larga porque no puede tener pantalones de marca y ha de conformarse con otros más baratos, que se aguante, así de fácil. Y si tiene que levantarse para que se siente su madre o una persona anciana, seguro que superará el trauma en poco tiempo.

Se habla mucho de la colaboración de padres y profesores, pero lo más importante de esa colaboración se suele callar. Consiste en lo que tienen que hacer los padres antes de que el hijo esté en manos de los profesores. Como ya apuntamos en más de una ocasión en las líneas que anteceden, la buena educación no es tan sólo lo más importante que se debe enseñar, es la condición indispensable para que pueda enseñarse cualquier otra cosa. Si un muchacho tiene modales y en su casa le exigen que estudie un rato al día, es justo que el profesor asuma la responsabilidad de que aprenda aquello que los padres no pueden enseñarle. Pero si los padres no han cumplido previamente con su obligación, es imposible que el profesor cumpla con la suya. Pero hay algo todavía más grave. Si el profesor se toma la molestia de exigir al hijo aquello que tendrían que haberle exigido los padres, sucede que no tiene poder alguno para imponerse y en muchos casos la dirección del centro o la inspección termina dando la razón al estudiante. Como consecuencia, éste sigue tan zafio como antes, la autoridad del profesor queda en entredicho, y la posibilidad de impartir una materia en condiciones normales es nula. Aquí viene muy al caso la segunda de las dos citas de Rousseau que encabezan el capítulo. El forcejeo entre educador y educando para ver quién manda hace imposible la educación, y mientras el profesor trate a los estudiantes con la misma buena educación que les exige a ellos, la razón la ha de tener siempre el profesor. Esto no quiere decir que éste no se pueda equivocar, quiere decir que para que una clase funcione ha de haber unas normas, normas que no pueden estar siempre en cuestión (aunque por supuesto siempre pueden ser sustituidas por otras mejores) y vale más seguir unas normas, aunque no sean las mejores posibles, que carecer de ellas. Las normas ponen unos límites, y el reconocimiento de los límites es el camino para la cordura. Recientemente se planteó en un instituto un conflicto porque un profesor exigía a los alumnos que se quitaran la gorra en clase. Uno de ellos protestó ante el consejo escolar, y éste le dio la razón, por lo visto esa obligación de descubrirse en clase era un atentado contra la libertad. El descubrirse bajo techo es una norma convencional, como muchas otras, pero no es un capricho del profesor, está universalmente admitida, y hacerla respetar no es algo tan tiránico. Ha exigido que se quite la gorra, no que se ponga una nariz postiza ni que se despoje de los pantalones. Nadie un poco avispado iría a una entrevista de trabajo o a solicitar un crédito a un banco con la gorra puesta, con una camiseta que enseña todos los pelos del sobaco, mascando chicle y con una lata de coca cola en la mano. Pero de esta guisa sí se puede ir a clase, y el profesor que quiera inculcar un poco de decoro tiene todas las de perder.

Se dirá que todo esto son convencionalismos sin mayor importancia. Pero son precisamente los convencionalismos los que dan significado a los cosas. Estrechar la mano a alguien significa una cosa, hacerle un corte de manga significa la cosa contraria. Es un convenio, como lo es todo lo que pone significado a un gesto o a una palabra, pero es bueno saber utilizarlo adecuadamente entre quienes comparten la misma clave, y ahorrarse así muchas e innecesarias meteduras de pata. Sonarse en público esta admitido, orinar en público se considera feo, otro convenio que es desaconsejable violar. En ciertas civilizaciones, el invitado agradece la comida eructando delante del anfitrión, pero entre nosotros debemos acostumbrarnos desde niños a exteriorizar nuestra gratitud de otro modo. Y lo que es más importante, en algún lugar hay que poner límites, por muy convencionales que sean. Si admitimos la camiseta, por qué no despojarse de ella cuando hace mucho calor. Entre enseñar sólo la sobaquera o también la tripa no hay tanta diferencia. De la coca cola se pasa enseguida a la hamburguesa, del chicle al chupa-chup, y del chupa-chup al polo de limón. No, es indispensable poner un límite, y ese límite no puede establecerse después de un tira y afloja entre el profesor y los alumnos ante el consejo escolar.

Si una norma la manda el profesor debe ser respetada, precisamente, porque la manda el profesor. Y si a algún alumno no le gusta, que se esfuerce por sobrellevarlo con paciencia. Es un esfuerzo muy sano.

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