LAS BUENAS INTENCIONES
Hay pocas cosas imposibles por sí mismas. Más que los medios, nos falta la tenacidad para lograrlas. (LA ROCHEFOUCAULT)
El espíritu se deja atraer, por pereza y por costumbre, a lo que es fácil y agradable. Este hábito pone límites a nuestro conocimiento, y nadie se toma el trabajo de llevar su espíritu todo lo lejos que podría ir. (LA ROCHEFOUCAULT)
Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de que cuando se trata a alguien como si fuera idiota es muy probable que si no lo es, llegue muy pronto a serlo. (SAVATER)
Cierta corriente pedagógica sostiene que hay que exigir a cada estudiante según sus capacidades, que es más importante lo que ponga de su parte que el resultado en sí. Esta corriente olvida algo muy esencial. Tenemos que educar a nuestros alumnos para que vivan en una sociedad en la que van a ser juzgados por los resultados. Y esto no porque nuestro mundo sea un lugar desquiciado y competitivo, sino porque es absolutamente legítimo que quien contrata los servicios de un profesional lo haga buscando resultados correctos. De nada me sirve que un fontanero ponga muy buena voluntad en arreglarme una gotera si al final no la arregla y la deja peor de lo que estaba. Si un médico que me opera de cataratas me deja sin un ojo, a lo mejor lo demando, aunque doy por sentado que no lo hizo a propósito y que sus intenciones eran inmejorables. Cuando pedimos a un conocido referencias de un abogado, dentista o fontanero, le preguntamos sobre su efectividad real, no sobre sus buenas disposiciones. Queremos saber si el abogado gana de verdad los pleitos, el dentista cura de verdad las muelas y el fontanero tapa de verdad las goteras. Y entre un profesional hábil y otro chapucero, siempre acudimos al primero, por muy buena fe que tenga el segundo. Y seamos sinceros, en la vida privada nadie practica la discriminación positiva. Si el profesional chapucero es mujer, emigrante u homosexual, yo apoyo sus reivindicaciones, faltaba más, pero no pongo mi asunto en sus manos. Total, aunque lo hiciera, al final tendría que buscar a otro, para que me resolviera el problema más el desaguisado que provocó el profesional inepto. Puede ser que las buenas intenciones sirvan para salvarse en la otra vida, pero la misión de los educadores es preparar a los chicos para ésta.
Pero, además de preparar mal a los estudiantes para el futuro, apreciar más las intenciones que los resultados hace que los estudiantes no saquen lo mejor de sí mismos, y dejen de valorar la precisión y el trabajo bien hecho. Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos no solo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien. Es cierto que todos los profesores redondean hacia arriba las calificaciones de los muchachos que ponen de su parte y atienden, aunque sus notas en los exámenes sean modestas, y que al buen alumno en latín y en literatura, que piensa estudiar humanidades, el profesor de matemáticas procura juzgarlo con benevolencia. Pero una cosa es una costumbre regida por el buen sentido de los docentes, y otra cosa es una teoría pedagógica. Por la misma razón, si un dentista me hace un estropicio en la boca, pero es una buena persona y vecino de mi barrio, puede ser que no lo denuncie, y me limite a buscar otro. Ahora bien, un profesional no puede confiar indefinidamente en la paciencia de sus clientes, y resulta que los alumnos de hoy están tan mal acostumbrados que casi consideran un derecho que la última asignatura se les tiene que aprobar por la cara.
Para que un muchacho dé de sí ha de notar que se confía en su inteligencia y su capacidad de trabajo, y eso lo ha de notar en que el profesor le exige todo lo que razonablemente se le puede exigir dentro de su edad y sus conocimientos. Si se le pide menos porque se considera que el pobre no da para más, el chico lo capta en seguida, y asume definitivamente el papel de tonto. El concepto que de uno tienen los demás influye notablemente en la personalidad, sobre todo si ésta está sin formar, como es el caso de un niño. Si queremos que confíe en sí mismo, ha de notar que se confía en él. Entonces no vale decir “progresa adecuadamente” porque hace lo que puede, no, hay que decir que puede dar más, como cualquier muchacho normalmente constituido, y que tiene que dar más. Varias experiencias en mi vida profesional avalan esto que afirmo. Relataré una de ellas. Al evaluar a un alumno del antiguo C.O.U. encontré que aprobaba todas las materias (eso sí, muy justitas) menos la mía, una asignatura, ya desaparecida, llamada “lenguaje matemático”. La asignatura era común, de dos horas a la semana, y no parecía que el chico la fuera a necesitar en el futuro. Con todo, lo suspendí. Vino su familia a verme, me explicó que siempre había aprobado muy raspado porque no era muy listo, pero eso sí, que era muy buen chico y ponía mucho de su parte. Además, no pensaba presentarse a la selectividad. Respondí que no dudaba que fuera muy buen chico, y que solo con verle se comprendía en seguida que lo era, pero que tenía que dar el mismo nivel que habían dado los compañeros que habían aprobado. Y que si no pensaba presentarse a la selectividad, tampoco era tan grave preparar una asignatura para septiembre. Y que si no era listo, que se volviera listo, que para esto también hace falta poner empeño. En septiembre volvió a hacerme un examen desastroso, volví a suspenderle y volví a recibir la visita de su familia. Me dijeron que era una pena que no pudiera presentarse a la selectividad por una asignatura. Este fue el único argumento que varió, por lo demás se repitieron los mismos esgrimidos en junio. Me mantuve más firme que una roca y a él no le quedó otro remedio que estar un año más en el instituto. Durante el curso siguiente llevó muy bien la asignatura y tuvo sobresaliente.
Mi actitud puede ser tenida como demasiado dura. Hacer repetir curso por una asignatura cuya carga lectiva es pequeña parece realmente una crueldad. Pero este muchacho aprendió algo valiosísimo, mucho más valioso que el año que perdió, y que le será útil durante toda su vida: supo que no era tan tonto como él mismo y su familia imaginaban. En cuanto comprobó que los esfuerzos de su familia (que daba la impresión que le protegía demasiado) para ablandar al profesor eran inútiles, porque las entrañas de éste eran de mármol, y que de nada valía su cara de buen muchacho, vio que solo podía confiar en su esfuerzo y descubrió en sí mismo unas posibilidades que ignoraba. Muy posiblemente, el más sorprendido fue él, porque quien está acostumbrado a que se le exija poco porque el pobre no da para más, termina interiorizándolo y creyéndose que, efectivamente, no da para más.
Hay un episodio muy revelador que conocen todos los que hayan visto la película El milagro de Anne Sullivan, que narra la infancia de la escritora americana Helen Keller, ciega y sorda desde muy niña. Esta película debía ser obligatoriamente proyectada varias veces ante cualquiera que piense dedicarse a la enseñanza no universitaria. Como es muy antigua y muchos no la conocen, resumiré muy brevemente el episodio al que me refiero. Anne Sullivan llega a la casa para enseñar a la niña, que tiene ya unos siete años. A la hora de la comida, todos se sientan a la mesa. Helen es sorda y ciega, no se le puede hacer comprender nada porque apenas recibe estímulos exteriores. Ni siquiera se le han enseñado modales, y no sabe estarse quieta en su sitio. Va de un lado a otro, molestando a los demás comensales. Anne se extraña de que los padres no hayan sido más exigentes con ella y la tengan en un estado semisalvaje. Estos se defienden, bastante desgraciada es ya la niña para ponerse serios con ella, pobrecilla, no irá usted a ser muy dura con ella. Anne avisa que, si ella ha de hacerse cargo de la educación de Helen, esto se va acabar.
La fuerza a sentarse en su silla y asegura que de allí no se va a mover hasta que termine lo que tiene en el plato y doble la servilleta. La niña se revuelve contra su maestra y ésta le da una bofetada. Hay literalmente una batalla campal, Anne sigue firme mientras mantiene a los padres a raya, nadie se levanta de la mesa hasta varias horas después y la profesora está agotada. Pero Helen ha terminado lo que tiene en el plato y ha doblado su servilleta. Todo ante el asombro de los padres, que nunca habían conseguido nada de su hija porque nunca le habían exigido nada. A partir de allí la tarea siguió siendo muy dura, pero el camino estaba claro. Helen tendría que dar mucho de sí porque podía y porque así se le iba a exigir, por muy sorda y ciega que fuera. Y quien logró sacar a flote sus enormes posibilidades mentales fue la primera persona que, en lugar de compadecerla por su desgracia y sus limitaciones, se dejó de contemplaciones y le soltó una bofetada. Helen tuvo después muchos otros maestros, aprendió muchas otras cosas y llegó a ser una mujer muy culta. Pero de todas las personas de las que fue alumna, a la que recordó con más cariño durante toda su vida fue a la primera, la que la rescató del oscuro pozo en el que vivía, la que le dio la primera bofetada.
Todo lo que se ha dicho en este capítulo se puede resumir así: Si exigimos a cada uno según sus posibilidades, cada uno permanecerá dentro de sus limitaciones. Por el contrario, un muchacho sacará a flote sus posibilidades en la medida en que se le exija. Y el episodio de Hellen Keller nos deja otra enseñanza, quizá menos espectacular, pero no por ello menos instructiva. Consiste en que no se puede enseñar nada a quien previamente no se le han enseñado modales. Y esto es, sobre todo, tarea de los padres. Los padres que no han enseñado a sus hijos a pedir las cosas por favor, a dar las gracias y a no hablar a gritos, a que en clase no se dicen tacos y a que en el metro se ha de ceder el asiento a los ancianos, no pueden pedir a los profesores que les enseñen matemáticas ni latín. No ya porque no tengan fuerza moral para exigirlo (que no la tienen), es que es físicamente imposible enseñar si en la clase no están vigentes unas ciertas normas de educación que los alumnos deben traer puestas desde su casa. Otra cosa muy importante: los modales se imponen, no se pueden dialogar y razonar, porque los modales son precisamente la premisa indispensable que hace posible el diálogo. Y si para imponerlos se hace necesaria una bofetada, pues adelante. Una bofetada dada a tiempo no traumatiza a nadie y puede salvar una vida. Como la de Helen Keller.
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