LA FALSEDAD DE LA ENSEÑANZA OBLIGATORIA
-Ahora, señor gobernador-respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos en razón y vengamos al punto. Presuponga vuesa merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
-No, por cierto-dijo el secretario-; y el hombre ha salido con su intención.
(CERVANTES)
Hablar de enseñanza obligatoria, si el significado de la palabra “obligatoria” se toma en serio, llevaría a pensar en una enseñanza en donde los alumnos son presionados a trabajar en contra de su voluntad. Pero no es así. En nuestra enseñanza obligatoria no es obligatorio estudiar, porque aunque no estudies durante el curso tampoco tendrás que hacerlo en el verano, no es obligatoria la asistencia (es cierto que mandan las faltas a casa, pero no es un delito no ir a clase), no es obligatorio respetar a los profesores, y tampoco lo es respetar el derecho de los compañeros que están interesados en aprender. Algo así como un servicio militar obligatorio donde la deserción no fuera delito, decir groserías a los mandos no estuviera castigado, y se permitiera dormir tranquilamente durante la instrucción a quien no se sintiera motivado. Para eso, vale más que el servicio militar no sea obligatorio, y que solo formen parte del ejército los que así lo deseen. Esta es la solución más sensata, la que respeta más la libertad de los ciudadanos, pero también es la menos igualitaria. Unos corren unos riesgos para proteger a todos. Además, si los que conceden tanto peso al ambiente de la familia tienen razón, un ejército profesional deja en inferioridad de condiciones a los que no somos hijos de militares, que no acabamos de entender las delicias de la profesión castrense. Pero no hay más que estas dos alternativas: o el ejército es un servicio que ha de ser cubierto por todos los ciudadanos por igual, les guste o no, o formar parte del ejército es una decisión libre de cada ciudadano. En el primer caso todos somos más iguales, pero no hay más remedio que imponer una severísima disciplina absolutamente atentatoria contra la libertad individual. En el segundo, somos más libres, pero los que por razones familiares o personales no sienten el menor interés por el oficio de las armas, se pierden la experiencia de la vida cuartelaria. Cualquier intento de salvar a un tiempo la igualdad y la libertad, para no tener que decidir por una de las dos, solo llevaría a un ejército de opereta, como el descrito unas líneas más arriba.
La comparación no es tan exagerada como pudiera parecer. Un muchacho de doce años es ya ingobernable, y si no quiere estudiar, no hay ley de educación obligatoria que pueda conseguir que lo haga, como es imposible hacer dormir en la cárcel a quien se empeña en permanecer despierto. No es cierto que exista enseñanza obligatoria, aunque se llame así, si no se castiga severamente a los que no estudian la lección y alborotan en clase. De esta manera, los que quieren aprender podrían rendir más, sin las molestias procedentes de los compañeros más díscolos, y los que no quieren, también estudiarían más para librarse de unos castigos que, si han de funcionar como tales, les tendrían que resultar más fastidiosos que el propio estudio. Ahora bien, esto supondría instaurar en los institutos un régimen casi cuartelario, en el que la libertad de los muchachos estaría sistemáticamente reprimida. Los que amamos la libertad por encima de la igualdad apoyaríamos más bien la opción contraria: no es necesario que un muchacho cuya ilusión es aprender a arreglar motos tenga que estar, de los doce a los dieciséis años, oyendo hablar de cultura clásica y de otras cosas que le aburren soberanamente.
En la enseñanza actual no se puede expulsar a ningún alumno, por mucho que falte al respeto a los profesores o impida el normal aprendizaje de los compañeros. Eso sería, por lo visto, atentar contra el derecho a la educación del muchacho en cuestión. Pero todo derecho que no lleve aparejado el correspondiente deber es papel mojado. ¿De qué sirve el derecho a la enseñanza del que molesta a los demás cuando lo utiliza para conculcar el mismo derecho a los que está molestando? En muchas ocasiones no es posible aprender en una clase por el jaleo que arman unos pocos, y sucede que en nuestro sistema están más protegidos por la ley esos pocos, que ni quieren ni dejan aprender a los demás, que la mayoría que sí quiere. Y hablar de calidad de la enseñanza cuando el problema de la disciplina no está resuelto es un discurso vacío. Se puede argumentar de muchos modos para demostrar que no se debe expulsar definitivamente a ningún alumno: que eso sería convertirlos en delincuentes, que si se portan mal es por el ambiente que tienen en casa, y que la expulsión no soluciona su problema, antes bien lo agrava. Todo ello es cierto. Pues entonces dejemos de engañar a la ciudadanía hablando del derecho a una enseñanza de calidad. Parecidas razones se podrían exponer para no castigar a los violadores. Por muchas pruebas que tenga un juez para encarcelar a un violador, siempre puede equivocarse y castigar a un inocente. Pues sí, es cierto, la justicia, como toda obra humana, es falible. Quien comete agresiones sexuales, posiblemente no ha recibido una educación adecuada, y a lo mejor hasta las ha sufrido de niño. Pues también es verdad. La justicia nunca es rigurosamente igualitaria, depende de que se tenga o no un buen abogado, lo cual a su vez depende de las posibilidades económicas de cada cual. También es cierto, mire usted. Y muy probablemente, el violador no saldrá de la cárcel siendo mejor persona que cuando entró. Todo esto es cierto. Es una decisión terrible mandar a alguien unos años a la cárcel por algo que hizo en un mal momento. Pero, admitiendo todos estos riesgos y limitaciones, o se castiga severamente a los violadores, o se está mintiendo cuando se habla del derecho a la libertad sexual. La vida nos pone ante alternativas muy difíciles que no se van a resolver ignorándolas. Y esto es lo que se ha hecho en nuestro sistema educativo: ignorar que la calidad de la enseñanza y la ausencia de disciplina son incompatibles entre sí. Tenemos que optar por una de ellas o por la otra, y se pueden escuchar razones en ambos sentidos, pero lo que no se puede es disfrutar de las dos. Si somos comprensivos con los violadores porque un mal paso lo da cualquiera, retrocederá la seguridad pública y quedará en entredicho la libertad sexual. Empeñarse en tener las dos cosas no es dar una solución política, es creer en la magia. Y la magia, que tan bien funciona en la literatura fantástica, aplicada a la política da malísimos resultados.
Y como hay que escoger, por todas las razones aportadas antes, es mejor para todos que exista un bachillerato de los doce a los dieciocho años, para todo el que quiera (y para nadie más) en el que los alumnos, antes de empezar, sean cuidadosamente informados de varias cosas:
La primera, que lo que está en juego es su futuro, y que si ellos no tienen preocupación por su futuro, nadie la va a tener en su lugar. Pedir a los profesores que motiven a los alumnos es tan disparatado como pedir a un médico que motive a los enfermos a tomar la medicación. No, un médico ha de tratar amablemente al enfermo, animarle y, lo que es más importante, llegar a un diagnóstico certero para proporcionarle un tratamiento adecuado. Pero a partir de entonces, la responsabilidad de seguir o no el tratamiento deja de ser del médico y pasa a ser del paciente.
La segunda, que todos tenemos derecho a varias oportunidades. Lo que no se aprueba en junio se puede aprobar en septiembre, el curso que no se ha superado se puede repetir. Al fin y al cabo, un mal año lo tiene cualquiera, y hay quien hace una magnífica carrera después de hacer un modesto bachillerato. Pero que no puede haber segundas oportunidades para quien revienta la clase y falta al respeto a sus compañeros y profesores. El que ponga en peligro su propio futuro, allá él, pero no se puede consentir que ponga en peligro el de los demás.
La tercera, que tendrá que estudiar cosas cuyo sentido y utilidad no podrá comprender hasta más tarde. Hay cosas que se han de estudiar porque lo manda el profesor, igual que hay medicamentos que se han de tomar porque lo manda el médico.
¿Y qué hacer con los otros? Sencillamente, proporcionarles un lugar donde puedan aprender el oficio que libremente escojan. Es un disparate que no exista formación profesional antes de los dieciséis años cuando la edad mínima para trabajar es, precisamente, la de dieciséis años. De esta manera, quien tenga claro que quiere trabajar en cuanto se lo permita ley, solo podrá hacerlo como mano de obra barata, no cualificada. El aprendizaje de un oficio ha de ser previo al ejercicio del oficio, y es una contradicción que se permita ejercerlo a partir de una cierta edad antes de la cual está prohibido aprenderlo. Los lugares comunes que se suelen escuchar ante este tipo de razonamientos están ya muy manoseados: que si esto sería discriminar, que si la edad de doce años es demasiado temprana para que un muchacho tome una decisión tan importante, y que nadie debe especializarse antes de poseer una cierta formación global. Con todo, intentaré rebatirlos.
Una opción libre nunca es discriminatoria, y quien usa su libertad para no matricularse en el bachillerato porque prefiere aprender un oficio está tan discriminado como quien la usa para no matricularse en una academia de baile clásico porque prefiere aprender a hacer punto de cruz. Y mucho menos se puede hablar de discriminación económica. Un muchacho que se incorpora al mercado laboral a los dieciséis años para ser fontanero, después de cuatro preparándose para serlo,
tiene ante sí un futuro mucho más claro y próspero que el que estudia el bachillerato para ser filólogo clásico o matemático.
Hay quien sostiene que un chico de doce años no puede tomar una decisión de este calibre. Es más realista volver el argumento del revés: ¿Es que hay algún poder humano que consiga hacer estudiar a un chico que se empeña en no hacerlo? Porque si no lo hay, la ley que impone una enseñanza unificada hasta los dieciséis no es una buena ley, aunque lo parezca. Una ley de aplicación imposible es siempre una mala ley, por bien que pueda sonar su enunciado. Pretender negar por decreto que hay muchachos que no quieren estudiar es tan poco realista como suprimir la prostitución por decreto. La prostitución es un hecho dramático, pero vale más aceptar que existe, por doloroso que sea reconocerlo, y regularla para intentar paliar sus peores efectos. Prohibirla no solo no acaba con ella, sino que la convierte en clandestina y la hace mucho más letal. La comparación con un problema de tipo sexual es deliberada, porque éste es el único tema en el que la izquierda es más pragmática que la derecha. Entonces, si los hechos están demostrando claramente que quien no quiera estudiar no va a estudiar, aunque esté por ley matriculado en un instituto, ¿no es más cuerdo reconocer los hechos y dar otras opciones, en lugar de negar la realidad y dejar el problema sin resolver? La alternativa de si a un chico se le debe obligar o no a estudiar hasta los dieciséis años es falsa. La alternativa real es muy otra: si un muchacho de doce años quiere dejar de estudiar para aprender un oficio, ¿se va a respetar su deseo, o se le va a hacer esperar cuatro años durante los cuales vivirá sin estudiar, amargado y amargando la vida a sus profesores y compañeros?
Quien decide a los doce años no estudiar el bachillerato y aprender un oficio, toma una decisión importante siendo muy joven, es cierto, pero la va a tomar diga lo que diga el legislador. Y quedan solo dos opciones. O se le deja que siga sus inclinaciones, o estará durante los siguientes cuatro años en clase como una momia, contando los días que le faltan para acabar la enseñanza secundaria obligatoria, como antaño hacíamos durante el servicio militar. Y esta última opción en el caso más favorable. Estará quieto y sin molestar si tiene la suficiente madurez para respetar el derecho a estudiar de los que sí quieren, pero esto sucede muy raramente. Probablemente se moverá, incordiará a los profesores y será un mal ejemplo para los demás alumnos. Conseguirá que los profesores trabajen peor y con menos ilusión y que los otros chicos aprendan mucho menos. Entonces, por impedir que tome una decisión que en principio solo le afectaría a sí mismo, se le obliga a tomar una actitud que afecta negativamente otros. Y es muy difícil convencerle para que tome la actitud contraria. ¿Por qué razón ha de respetar él la libertad de los que quieren estudiar si la propia ley no respeta la de los que no quieren?
Por otra parte, no es una decisión irreversible, y los que cambien de opinión pueden tener toda clase de facilidades, con convalidaciones y cursos puentes. Es más, puede suceder que un muchacho que desea estudiar quiera primero aprender alguna destreza que le permita independizarse económicamente. Y esto es absolutamente respetable.
Hay facultades que imparten enseñanzas muy interesantes pero que carecen de salidas profesionales. Con el tiempo se convertirán en lugares donde estudiará gente que ya se dedica a otra cosa. Y esto no es ni bueno ni malo, simplemente es así, y hay que encararlo como es. Quién sienta una clara vocación por la historia, la filosofía o las lenguas clásicas, hará bien en aprender primero otra cosa que le permita vivir. Vale más estudiar la carrera a ratos libres y en más años pero sin preocupaciones profesionales, que ser un licenciado en historia en paro, sin ninguna expectativa profesional y sin ninguna habilidad especial que ofrecer a una empresa.
El argumento que afirma que quien se decante a los doce años por aprender una profesión carece de una formación global, sencillamente da risa. ¿Qué formación global tienen hoy los estudiantes al acabar la E. S. O.? Sentido de la responsabilidad, ninguno, porque ya se sabe que de sus fracasos tuvo la culpa el sistema, que no supo motivarlo adecuadamente. Buena educación, tampoco, pues ha contemplado cotidianamente el espectáculo de un profesor que tiene que soportar la desobediencia y las groserías de los alumnos. La capacidad de expresarse y redactar con una cierta coherencia es prácticamente nula. Del hábito de trabajo, para que vamos a hablar. Y en cuanto los contenidos del conocimiento, tan solo señalar que muy pocos de los alumnos que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años aprobarían el examen de ingreso que pasamos a los diez años las personas de mi generación, y ninguno el de la reválida de los catorce años. Una buena escuela primaria hasta los doce años, cuando los chicos son todavía controlables, donde se desarrollen actividades creativas pero sobre todo se incida en las rutinarias de los dictados y las cuentas, se eduque la memoria y se exija buena educación, puede dar una formación más integral y unos conocimientos mucho mayores que los que da hoy toda la educación obligatoria.
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