martes, 5 de mayo de 2009

Panfleto Antipedagógico 9 de 11

POR QUÉ NO SE DEBE ESTUDIAR RELIGIÓN EN LA ESCUELA PÚBLICA

Una de las más grandes conquistas de la modernidad, en la que Francia estuvo en la vanguardia de la civilización y sirvió de modelo a las demás sociedades democráticas del mundo entero, fue el laicismo. Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas, desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de un espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de la religión en la sociedad civil. La verdad es más bien la contraria, y lo demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje de creyentes y practicantes religiosos -cristianos en su inmensa mayoría, claro está- es uno de los más elevados del mundo. Un Estado laico no es un enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad. (VARGAS LLOSA)

¿Tiene que hablarse de ética en la enseñanza media? Desde luego, me parece nefasto que haya una asignatura así denominada que se presente como alternativa a la hora de adoctrinamiento religioso. La pobre ética no ha venido al mundo para dedicarse a apuntalar ni a sustituir catecismos…por lo menos no debiera serlo a estas alturas del siglo XX. (SAVATER)

El problema que se aborda en este capítulo tiene dos facetas distintas. Una, si es bueno educar a los niños en una religión. Otra, si debe el Estado contribuir a ello, caso que la primera sea respondida afirmativamente.

Cuando se educa, inevitablemente se han de tomar decisiones que el educando no puede tomar por sí mismo. Se le obliga a comer, porque en caso contrario nunca llegaría a la edad en que puede tomar decisiones propias. Se le obliga a estudiar y a aprender por idéntica razón. Estudia distintas asignaturas que no ha escogido él, pero que le proporcionarán elementos de juicio cuando haya de decidir a lo que quiere dedicarse, y así su decisión será más libre. El estudio de la historia y la filosofía le pondrán en contacto con distintas corrientes de pensamiento, y de este modo, cuando sea mayor de edad, podrá decantarse políticamente apoyándose en razones en lugar de hacerlo en prejuicios. Su trato con compañeros de ambos sexos durante su etapa educativa le enseñará acerca de la condición humana, y si algún día decide convivir en pareja, podrá escoger ésta más cuerdamente. Nótese que toda la educación consiste en tomar ciertas decisiones por el niño para que de adulto pueda decidir mejor. Esto quiere decir que las decisiones que se adopten en su nombre han de ser las mínimas indispensables, y las que corresponden a posturas personales no se deben tomar por anticipado en lugar de él. No se puede decidir su profesión antes que él esté en condiciones de escogerla, ni se le puede afiliar a las juventudes de un partido político, ni se puede concertar un matrimonio entre los padres a espaldas de los hijos. Todo esto es de sentido común. ¿Por qué entonces admitimos que los padres pueden adscribir a los niños a una cierta religión? ¿No es mejor esperar a que el niño tenga edad para hacerse por sí mismo unas cuantas preguntas antes de contestárselas? ¿No sería mejor que conociera las religiones más importantes antes de decidirse por una de ellas, caso que se decida?

Y no se diga que al no educar a un niño en ninguna religión se le está educando en el agnosticismo o el ateísmo, con lo cual ya se le está educando en una postura religiosa. Esto equivaldría a decir que si no afiliamos a un niño en un partido político desde su nacimiento lo estamos educando en la indiferencia política.

Tampoco se debe esgrimir el derecho de los padres a educar a sus hijos en su religión porque este derecho es, precisamente, lo que estamos cuestionando. Los padres tienen derecho a ser tratados por los hijos con los miramientos debidos, pero cuando se habla de lo que se ha de enseñar a los hijos no están en juego los derechos de los padres, si no el bien de los hijos. En nombre de este pretendido derecho, ¿tiene un testigo de Jehová el derecho de inculcar a sus hijos la idea de que las transfusiones de sangre son pecaminosas, idea que en el futuro, si no es capaz de sacudírsela, puede costarle la vida o impedirle salvar la de otro? ¿Tiene derecho un padre musulmán a obligar a su hija a llevar el velo islámico cuando, a lo mejor, sería mucho más feliz vistiendo como sus compañeras occidentales? ¿Tiene derecho un padre católico a educar a sus hijos en la idea de que han nacido culpables de un pecado que no han cometido, o de iniciarlos en la práctica de la confesión, que tanto daño puede hacer en las conciencias neuróticas, o de hacerles creer en la existencia de un infierno eterno, que puede amargarle la infancia? ¿Tiene derecho un padre ateo a prohibir a su hijo que vaya a misa, si eso desea? Si un niño no adoctrinado en ninguna religión pregunta si existe Dios, se le puede contestar sencillamente que, de momento, no se haga un problema de esto, y que ya se lo replanteará de mayor. También se le puede decir, para no trivializar la cuestión, que hay personas inteligentes que creen, personas inteligentes que no creen y personas inteligentes que a ratos creen y a ratos no. Y que tanto si Dios existe como si no, vale más ser buen estudiante, buen hijo y buen compañero que no serlo.

Por otra parte, inculcar unas ideas tan poco fundamentadas, sobre las cuales los hombres nunca estarán de acuerdo, antes de que el niño tenga el bagaje intelectual para examinarlas por sí mismo, es jugar con ventaja. Dicho de un modo más crudo, es manipulación. Cuando vemos a muchachos demasiado jóvenes en una manifestación, se dice en seguida que están manipulados, que es imposible que vayan por convicción propia. En cambio, cuando van a misa, no se habla de manipulación. ¿Por qué no se puede ir a una manifestación política sin convicción propia y a una manifestación religiosa sí?

Esto puede parecer contradictorio con lo defendido más arriba de que un chico tiene que aprender cosas porque se lo mandan, aunque no pueda ver su sentido inmediato, pero en realidad no lo es. Cuando al niño se le obliga a aprender la tabla de multiplicar o las declinaciones latinas se le están enseñando unos contenidos que son los prolegómenos de una ciencia cuyo interés no puede entender todavía, pero cuya veracidad es comprobable. Se puede discutir sobre la oportunidad de enseñar o no matemáticas o latín, pero no dudar de que la tabla de multiplicar es verdadera, así como lo son las declinaciones latinas. Quien olvida algunas cosas que le enseñaron en la escuela puede deplorarlo, puede pensar que ha perdido el tiempo estudiándolas, puede pensar muchas cosas, pero no tiene razón para sentirse engañado. En cambio, quien deja la fe en la que le educaron, sí puede sentir que le han contado mentiras, sí que tiene derecho a sentirse engañado. Ésta es la razón por la cual no es manipulación impartir una ciencia a unos niños y sí lo es impartir una religión.

De todos modos, es un tema sobre el que el Estado no puede legislar, y los padres que privadamente quieran educar religiosamente a sus hijos deben ser respetados. Pero lo que no debe hacer es contribuir a ello en la escuela pública. Por tres razones que serán expuestas a continuación.

La primera, que las religiones imparten normas que en muchos casos contradicen derechos fundamentales a favor de los cuales está trabajando el Estado. Y es absurdo financiar una campaña a favor de una cosa y al mismo tiempo pagar a unos funcionarios para que hablen en contra de esa misma cosa. Es absurdo hacer campañas a favor de la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y pagar a unos profesores de religión musulmana para que expliquen a unos muchachos que la mujer es inferior.

Es absurdo hacer campaña a favor de las donaciones de sangre, y pagar a unos profesores para que expliquen a los hijos de los testigos de Jehová que las donaciones de sangre son inmorales. Es absurdo hacer campaña explicando a los jóvenes la importancia de usar preservativos y de evitar embarazos no deseados, y pagar a unos profesores de religión católica para que expliquen que todo método de contracepción es inmoral. Es muy loable que el Estado, por medio de la Seguridad Social, proporcione asistencia psiquiátrica a quien lo necesite, por ejemplo, a un
homosexual que encuentre dificultades para asumir alegremente su condición. El Estado paga al psiquiatra, pero también es muy posible que las dificultades del homosexual procedan de lo que escuchó sobre la homosexualidad a su profesor de religión, también pagado por el Estado. Está muy bien que el Estado pague al psiquiatra que cure los traumas, pero sería más rentable que empezara por dejar de pagar al sacerdote que los provoca.

Si unos padres se empeñan en que sus hijos crean que las transfusiones ofenden a Dios, los preservativos o la homosexualidad también le ofenden, o que una mujer sin velo es una indecencia, allá ellos, es una pena por sus hijos. Pero que el estado invierta dinero en financiar la propagación de estos delirios, ya es demasiado. No, si queremos un país plural y tolerante la religión ha de formar parte de la esfera estrictamente privada. Esto está tan bien expuesto por Vargas Llosa en la cita con la que comienza este capítulo, que podemos pasar ya a la siguiente razón.

Es el tema de los profesores de religión. ¿Cómo y quién los va a seleccionar? ¿Las propias confesiones religiosas? Y en este caso ¿cómo se va a pagar con el dinero público unos profesores seleccionados por una asociación privada? En este terreno ya se han producido algunos problemas de tipo laboral. Por otra parte, dentro de todas las iglesias hay corrientes de pensamiento y tendencias, de modo que el Estado, al pagar a unos profesores que no ha nombrado el Ministerio de Educación, se está decantando por la corriente más afín con el poder dentro de cada iglesia. De este modo se involucra y toma partido en unas polémicas en las que no debe tener ninguna vela. Que no se diga que en la Iglesia Católica no hay discusión doctrinal porque la última palabra la tiene el Papa, que tan Papa es el actual, cuando habla de tolerancia, como los que permitieron la inquisición. Es evidente que por lo menos alguno anduvo un poco errado. Del mismo modo, otros predicarán cosas que éste ha criticado, y como los papas tienen tanta capacidad para pedir perdón por los pecados del pasado como poca para reconocer los propios, es más que posible que esta situación se prolongue varios siglos más. De modo que si se quiere respetar el pretendido derecho de los padres y al mismo tiempo mantener la neutralidad del Estado, habrá que poner distintos profesores de una misma religión para que cada padre pueda escoger la tendencia con la que está más de acuerdo. Tanto derecho tiene a educar a los hijos en sus creencias el católico simpatizante con la teología de la liberación como el que lo es de posiciones más conservadoras Con los musulmanes la cosa se complica todavía más, porque la Iglesia Católica, tarde, a destiempo y con mala cara, va asumiendo la Ilustración, aunque todavía le falte un buen trecho, pero al Islam le falta un trecho todavía más largo. Y si se acepta que un musulmán chiíta tiene derecho a que su hijo sea instruido en la religión que él profesa, también lo tiene un musulmán sunní. Y como cada uno de ellos está convencido de poseer la interpretación correcta del Corán, y sobre ello el Estado no puede dictaminar, tendrá que poner tantos profesores de religión musulmana como variantes del Islam estén presentes entre los alumnos del instituto. Esperemos, por lo menos, que sean personas discretas y no armen bronca en los claustros por motivos religiosos.

Es más, si se considera que recibir instrucción religiosa en la escuela pública es un derecho, este derecho pertenece a la persona que profesa una religión, no a la religión misma, que como tal, no es sujeto de derechos. Entonces, si es un derecho individual, de él no se puede excluir a nadie que lo quiera ejercer, y sería injusto que solo lo pudieran disfrutar los que pertenecen a las religiones mayoritarias. De este modo, por minoritaria que sea la religión de los padres, y por rara y estrafalaria que pueda parecer, el Estado ha de pagar a un señor, igualmente raro y estrafalario, para que adoctrine al hijo.

Es cierto que ni el arte ni la literatura occidental se pueden comprender sin conocer los fundamentos del Judaísmo, del Cristianismo y del Islam. No es insólito que en una clase de historia del arte, cuando se explica, por ejemplo, la Piedad de Miguel Ángel, alguien pregunte si la Virgen era la hermana o la novia de Cristo. Y en consecuencia la profesora, a lo mejor militante radical de izquierdas, tiene que dedicar una clase a hablar sobre la Virgen María y su importancia en el pensamiento cristiano. Pero la necesidad de que los alumnos sepan algo de historia de las religiones y de la fenomenología del hecho religioso se cubre con una asignatura de carácter estrictamente profano, impartida por laicos y cuyos contenidos no tienen porque ser negociados con la Conferencia Episcopal. La pertinencia o no de esta asignatura no tiene absolutamente nada que ver con la predicación de una religión en el seno de la enseñanza pública. Y lo que es más importante, no puede ser materia alternativa para los que no quieran recibir la asignatura de religión, como tampoco puede serlo la ética. Y esto nos lleva a la tercera razón. O la alternativa a la religión es una asignatura de interés general, en cuyo caso no hay razón para privar de ella a los que sí reciben instrucción religiosa, o no es más que un comodín sin mayor interés, en cuyo caso no hay razón para hacer perder el tiempo con ella a los que no la reciben. Si alguien responde que lo mismo sucede con cualquier elección entre dos asignaturas, se le puede argumentar que vale, pero que si se ha de considerar la religión como una asignatura cualquiera, que sea una optativa más entre las otras. A ver cuantos padres optan por que el hijo deje de estudiar matemáticas o una lengua moderna para que estudie religión. No, la religión no es una materia como cualquier otra, y la alternativa a impartir una creencia no puede ser la de impartir una ciencia (como lo es la historia de las religiones) ni la de reflexionar sobre aquellos valores que todos debemos compartir para que nuestra convivencia sea más humana (como se hace en la clase de ética). Si la religión se imparte en la enseñanza pública, ha de hacerse a mayores, cuando las demás clases ya se han terminado, y si admitimos (que ya es admitir) que un padre religioso tiene el derecho de exigir clase de religión para su hijo, es evidente que no tiene ningún derecho a decidir lo que han de hacer los hijos de los demás mientras el suyo está siendo adoctrinado. Esto es algo que tendría que discutir el Estado con los padres agnósticos, no con los obispos, y si los padres agnósticos prefieren que el hijo se vaya a su casa a estudiar, nadie tiene razón para protestar. Y si el resultado de esta política es que nadie se quiere quedar una hora más, pues se siente mucho, pero ¿con qué derecho se puede mantener retenidos a unos muchachos con una actividad que no les interesa para que los que reciben religión no les entren ganas de marcharse también? Si los padres creyentes no han sabido inculcar el suficiente fervor a sus hijos para que permanezcan en clase de religión, es su problema, no el problema de los hijos de los no creyentes.

Sí sería en cambio muy conveniente que hubiera facultades de teología, tan subvencionadas por el Estado como las demás, donde estudiaran los aspirantes a pastores de las distintas confesiones religiosas. En ellas tendrían que convivir, en armonía y tolerancia, futuros sacerdotes católicos, futuros pastores protestantes, futuros rabinos, y también ateos interesados en el fenómeno religioso. Todos recibirían clases de profesores de diversas creencias y cada uno de ellos conocería la religiones de los otros.

Esto no contradice en absoluto el carácter laico del Estado. ¿Por qué la formación de los clérigos de todas las religiones ha de correr a cargo de un Estado que no profesa ninguna? Es muy fácil de entender. Si en mi barrio hay una sinagoga, prefiero que el rabino sea un hombre culto y tolerante, y no ignorante y fanático.

Todos salimos ganando en el primer caso y perdiendo en el segundo, aunque no pisemos la sinagoga ni tengamos la menor intención de convertirnos al judaísmo. ¿Por qué es esto así? Porque el fanatismo es una enfermedad terriblemente contagiosa, frente a la cual nadie está inmunizado, y vivir rodeado de fanáticos es incómodo también para quien no la ha contraído. Y las únicas medicinas conocidas contra ella, y solo parcialmente eficaces, son el estudio y el trato con personas de diversas costumbres y maneras de pensar. Si una comunidad de cualquier confesión religiosa desea mantener un pastor que la auxilie espiritualmente, vale más, por el bien de todos (incluso para los que no pertenecen a ella) que sea un hombre culto, leído y acostumbrado a convivir con gentes de otras confesiones.

Y si después de cumplir con sus deberes pastorales, el cura católico se toma unas cañas con el rabino de la sinagoga que está a unas manzanas de su parroquia, porque descubren que han sido condiscípulos, el dinero invertido por el Estado en la Facultad de Teología habrá sido sobradamente amortizado.

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