LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO
La pedantería exalta el conocimiento propio por encima de la necesidad docente de comunicarlo, prefiere los ademanes intimidatorios de la sabiduría a la humildad paciente de quien la transmite, se centra puntillosamente en las formalidades académicas -que en el mejor de los casos son rutinas para quien ya sabe- mientras menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito. Es pedantería confundir, deslumbrar o inspirar reverente obsecuencia con la tarea de ilustrar, de informar o incluso de animar al aprendizaje. (SAVATER)
En el artículo 56 de la L.O.G.S.E. se afirma que la formación permanente es un derecho y un deber del profesorado, que periódicamente deberá realizar actividades de actualización científica, didáctica y profesional en los centros docentes, en instituciones formativas específicas y en las universidades.
Todo esto suena muy bien, pero la actualización científica no tiene nada que ver con actividades realizadas de vez en cuando. Quien quiera seguir aprendiendo deberá seguir estudiando, y esto ha de ser una actividad constante, no esporádica. Y quien no quiera, pues que no siga estudiando, otras aficiones tendrá, pero que no se crea que por hacer unos cursillos está científicamente actualizado.
Vamos a intentar dos cosas. La primera, dar las razones por las cuales es bueno que un profesor de instituto siga siendo un estudioso de su materia, y la segunda, aportar algunas ideas sobre lo que podría hacer la administración para fomentarlo.
Lo más importante en la enseñanza es enseñar cosas: ya quedó clara la importancia de los contenidos. Pero si algo más se puede transmitir, es la ilusión por aprender, y esto no se transmite mediante el adoctrinamiento, sino mediante el contagio. Y no se puede contagiar aquello de lo que se carece. Cualquiera que busque bien en su memoria, podrá constatar que los profesores que dejaron mejor recuerdo son aquellos entusiasmados por lo que enseñaban, los que estaban apasionados por su materia, a la cual dedicaban la mayor parte de su tiempo. Aunque el nivel de lo que enseñaran estuviera un poco por debajo del nivel en que investigaban, se notaba que transmitían algo vivo, algo que significaba mucho para ellos. Los alumnos notaban que el profesor daba lo mejor de sí mismo.
Se oye decir, con más frecuencia de la deseable, que al terminar la carrera ya sabe el futuro profesor la materia que ha de impartir, y que la obligación que le queda en adelante es la de formarse pedagógicamente. Esto es un error. En primer lugar, porque quien al terminar la carrera se crea que ya sabe, es un fatuo, y todas las horas que dedicó al estudio, si no le enseñaron ni tan siquiera un poco de modestia intelectual, han sido horas perdidas. El profesor que no estudia porque le interesan otras cosas o simplemente porque no le apetece, es mucho más respetable que el que no estudia porque opina que ya sabe lo suficiente. En segundo lugar, porque las mejores ideas de cómo enseñar suelen presentarse cuando se está estudiando, cuando se enfrenta el profesor con problemas parecidos a los que tendrá que plantear a sus alumnos, aunque vayan unos pasos más adelante. El profesor que sigue aprendiendo tiene más capacidad para ponerse en el lugar de los estudiantes, porque sigue siendo un estudiante. En cambio, el que ha dejado de serlo se olvida con suma rapidez del esfuerzo que supone aprender algunas cosas, porque es un esfuerzo que hace mucho tiempo que él mismo no hace.
En la cita de Savater que aparece unas líneas más arriba hay una lúcida descripción de la pedantería. Procede de su hermoso libro El valor de educar. Pero en este mismo libro, un poco más adelante, dice (haciendo suyo un dictamen de François de Closets) que un origen común del pedantismo es que gran parte de los profesores fueron alumnos demasiado buenos de la asignatura que ahora tienen que enseñar. En este diagnóstico no puedo estar más en desacuerdo con Savater.
La pedantería es una enfermedad que ataca con más frecuencia a los ignorantes que a los que no lo son. El ignorante, por serlo, ignora su propia ignorancia y tiene una enorme capacidad para escandalizarse con la ignorancia de los demás. El estudioso está acostumbrado a enfrentarse con su ignorancia, que no en otra cosa consiste el ejercicio de estudiar, y sabe relativizar la del prójimo. El estudioso no “menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito” porque esos tanteos de neófito los hace él mismo a diario. Quien se sabe un aprendiz tiene más posibilidades de convertirse en un buen maestro que quien se cree un sabio.
¿Qué se podría hacer desde la administración para conservar en los profesores de enseñanza secundaria la ilusión por seguir estudiando? Lo primero, dejar el camino más expedito hacia la universidad. Mientras ésta sea tan endogámica, y no se tomen medidas severas para que deje de serlo, hablar de carrera docente es un sinsentido.
En otros países existe una preocupación real por recuperar para la universidad a la gente estudiosa. En cambio en España, un profesor de instituto, aunque sea doctor y haya escrito buenos artículos, tiene más posibilidades de entrar en una buena universidad americana que en una española. Sería triste que ese papel de recuperación lo terminaran haciendo las universidades privadas. Es cierto que hay muchos que están a gusto en la enseñanza secundaria, y estudian y publican sin ulteriores miras profesionales, pero la puerta hacia la universidad debe estar siempre abierta.
En segundo lugar, se han de valorar más las publicaciones. Para cobrar un sexenio de formación vale más haber hecho un cursillo de cien horas (no importa que la mayoría de ellas las pase uno durmiendo) que haber escrito un libro. Esto es sencillamente vejatorio. Unas publicaciones, valoradas por una comisión de especialistas, han de tener muchísimo más peso que una montaña de horas de cursillos. No deja de ser contradictorio que la L.O.G.S.E. diga que hay que preparar a los alumnos para que aprendan por sí mismos y luego no valore a los profesores que aprenden por sí mismos.
En tercer lugar, se deberían tener más en cuenta los proyectos de carácter científico. En algunas comunidades muy entusiastas con la reforma es más fácil conseguir un año sabático para el estudio de la integración de niños hiperactivos (antaño revoltosos) que para hacer una tesis doctoral. Es cierto que los años sabáticos no pueden prodigarse en exceso, pero se podrían dar algún otro tipo de facilidades. Por ejemplo, rebajar la carga docente durante cinco años a quien se comprometa a hacer un doctorado u otra licenciatura.
De la actualización pedagógica no voy a hablar mucho. Enseñar se parece más a un arte que a una ciencia, y si bien un compañero más veterano puede indicarte algunos de los errores más habituales en un profesor, el resto depende de la afición del profesor por el saber que se pretende transmitir, de la capacidad de ser claro y ordenado en la exposición, de la de hacerse respetar por los alumnos y comunicar con ellos. Para quien carece de estas habilidades los cursos de formación pedagógica son inútiles, para quien las tiene son superfluos.
Escrito por Ricardo Moreno Castillo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario